Mi primera viola no era mía, era de mi mamá: una Yacopi de medio concierto, que torpemente le robaron del auto a mi progenitora, y con la que empecé a rascar mis primeros acordes, no muy distintos de los de ahora. Sólo que, a los 8 años, al menos quedaba tierno.
La primera guitarra que tuve que fue realmente mía fue una electroacústica con caja de fibra de Breyer, que era más dura que una milanesa berreta, pero que hizo las delicias de miles de fogones en las ingenuas playas de Mar de Ajó (ok... esto está empezando a chorrear un poquito de grasa).
Compré mi primera guitarra eléctrica a los 15 años, con ahorros propios. En realidad, no era una guitarra. Era una especie de engendro mutante. Construída por un luthier de barrio, se suponía que debía parecerse a una Fender Jaguar, pero -para mi gusto- le faltaban como quince minutos más de horno. Lo único bueno era que tenía un clavijerito Fender original y un Floyd Rose (que jamás supe usar) de la misma marca.
Cuando me cansé de que le costara tantísimo a la pobre viola mantener la afinación, la vendí. Recuerdo la frase del tipo que me la compró, en una casa de música, como si fuera ayer: "te doy lo que vale en clavijero y el Floyd". Con ese dinero y un puñado de morlaks extra, me hice de una imponente Faim 335 que hizo las delicias de la clientela de cierta pizzería de cuyo nombre no quiero acordarme.
Hasta aquí, sólo había tenido instrumentos básicamente económicos, berretones. Pero, adolescente inquieto, buscando nuevos sonidos, al tiempo hice guita la Faim, que reencarnó en una Ibanez CT, mi primera guitarra mínimamente decente. Una stratocaster clásica, daba todo lo que necesitaba y un poco más también.
Corrían los alocados años '90, acababa de terminar la secundaria, entraba en la universidad y buscaba, nuevamente, otro sonido. Quería alejarme de la estridencia del strato y, en la cacería del sustain y de un sonido más "gordo", compré la que fue mi compañera de andanzas por algo así como una década y media: una Epiphone Les Paul Custom.
Pesa una tonelada, pero es una guitarra francamente sorprendente, con un sonido absolutamente característico y personal. En buenas manos, no tiene desperdicio.
En los últimos dos años -lo saben los que me conocen personalmente- cambié de casa, cambié de auto, cambié de trabajo y cambié de mujer. Cambiar de guitarra era una parte natural del proceso.
Hace menos de dos meses vendí la ya legendaria Les Paul y, fiel a la marca, compré una Sheraton II. Y, como dicen las modelistos cuando han empezado a voltearse a algún reconocido futbolista, "nos estamos conociendo".
Aún no sé si esta guitarra es el gran amor de mi vida. Pero déjenme manosearla un poco más y les cuento.
PD: Amplificadores, sólo tuve dos en mi vida, uno en la línea de este (pero un diseño mucho más viejo) y luego este, que no lo cambio por nada.